Aunque casi todos coinciden en que el sector vive “un buen momento” y en que la artesanía “cada vez se valora más”, muchos de los oficios más tradicionales están en riesgo de desaparecer
Redacción Mass Cultura
“Yo si no tengo material en el tanque para el otro día, no duermo”. Son palabras de Eulogio Concepción, que a sus 90 años sigue abriendo y tejiendo pírgano cada día, para dar forma a sus legendarias cestas y a otros objetos esculpidos con las hojas de las palmeras. “Yo vivo ya sin esto, porque tengo mi paga, pero estoy trabajando para que no se pierda”, explica.
Otras manos, las de Carmen Betancor Montero, también llevan más de medio siglo dando forma a uno de los símbolos de la tradición isleña: las rosetas. Ella vivía en Ye y empezó a hacerlas cuando se casó y se mudó a Haría, hace ya 64 años. “Mi suegra y todas las vecinas hacían rosetas y a mí me llamó la atención. Empecé a hacerlas, me gustó y he seguido hasta hoy”, explica.
En el caso de las rosetas, cree que ahora “están volviendo otra vez” y que “la gente está aprendiendo” a hacerlas”, pero Carmen mira atrás con nostalgia por otros oficios que se están perdiendo: “Aquí en Haría había por lo menos 15 artesanas. Una muñecas, otra palma, otra junco… En Haría es que ha habido mucha artesana, pero ya… La vida se va, porque nos tenemos que ir”. Tristemente, los ejemplos son muchos. Como el del “el último herrero de Haría”, Marciano Acuña, que falleció el año pasado.
Aquilino Rodríguez: “Cuanto más avanza la tecnología más atrás queda la artesanía y eso hace que se ponga en valor. Pero la auténtica, la hecha con el corazón, como se hacía antes”
“Hay oficios artesanos de antaño que están en peligro de desaparición”, coincide Aquilino Rodríguez Santana, que es alfarero tradicional y ceramista. Sin embargo, no toda la artesanía está corriendo la misma suerte. De hecho, pese a todo, Aquilino cree que el sector está viviendo “un buen momento”. Cuenta que en un curso de venta en mercadillos al que asistió, se le quedaron grabadas las palabras de uno de los economistas que lo impartieron, que les dijo: “Ahora las fuentes de ingresos y de trabajo del futuro son dos: las nuevas tecnologías, que eso lo entendemos todos, y la artesanía, no me pregunten por qué”.
Aquilino, que a sus 61 años cuenta con la distinción de maestro artesano del Gobierno de Canarias, tiene su propia explicación: “Yo entiendo que cuanto más avanzada sea la tecnología, más atrás queda la artesanía, y entonces se pone en valor. Pero la artesanía auténtica, la hecha con el corazón, la hecha para usarse, como se hacía antes. Esa es la que tiene valor”, subraya.
“Historias desleales a la tradición”
En opinión de Aquilino Rodríguez, el problema está en “el made in China o made in Taiwan”, porque “hay mucho plástico con el nombre de la isla encima que se vende como recuerdo de Lanzarote”; pero también en el fraude, promocionando como artesanía lo que no lo es. Además, considera que hay que establecer claramente las diferencias dentro del sector. “Una cosa es la artesanía y otra la artesanía industrial. Y también hay que diferenciar entre manualidades y artesanía. ¿Dónde está la línea? Son historias desleales a la tradición”, sostiene.
Otro profesional de la alfarería tradicional, Joaquín Reyes Betancort, también es muy crítico con lo que hoy se llama artesanía. Él defiende los productos elaborados a mano, sin tornos ni moldes, con barro de Lanzarote y cocidos en horno de leña. Junto a su taller y en sus redes sociales, exhibe carteles en varios idiomas, con mensajes como: “Atención, cuidado, peligro: en ferias y mercados de toda Canarias se está vendiendo cerámica esmaltada artesanal, la grandísima mayoría sin control sanitario”. Entre otras cosas, advierte que “pueden contener óxidos nocivos y metales pesados”, y también que la cerámica con esmaltes “es muy polucionante”, es decir, “antiecológica”.
En su taller y en los cursos que ofrece, apuesta por la “auténtica técnica cerámica tradicional canaria”. Y cuestiona que falta “rigor” y “control” en el sello de artesanía canaria, porque da cabida a productos que no respetan la identidad y la cultura de las islas.
El color de la cochinilla
Otra de las señas de identidad de Lanzarote, que en su día dio de comer a muchas familias, está en el cultivo de la cochinilla y en la elaboración de tintes. Hoy, el proceso es tan caro que es difícil vivir de ello. Por eso, para evitar que se pierda esta tradición, en el año 2003 nació la asociación Milana, impulsada por Chana Perera, con un afán educativo y divulgativo. Desde entonces, el proyecto escolar con el que comenzaron ha ido evolucionando. Están presentes en ferias y mercadillos con sus productos y ya han protagonizado varias galas de pases de modelos.
La asociación cuenta con dos artesanas acreditadas: Jacinta, que se dedica a las tinturas, y Ángeles, a las rosetas. El resto son voluntarias que colaboran y “hacen de todo”, como Eulalia Crespo. Ella está más que satisfecha con lo que han conseguido para difundir esta tradición, tanto entre los turistas como entre los propios residentes, “porque hay gente incluso de Lanzarote que es desconocedora del proceso”. Eso sí, lo hace como una actividad altruista, porque “de esto no se puede vivir”.
“La gente se interesa y les gusta mucho, pero no todo el mundo está dispuesto a gastar un dinero. Nosotros trabajamos con seda natural y lana y además el precio de la materia prima se incrementa con la cochinilla. Lo vendemos casi a precio de coste, porque nosotras trabajamos gratis, pero así y todo, no está al alcance del bolsillo de todo el mundo”, apunta Eulalia. No obstante, siempre consiguen alguna venta -sobre todo de sus fulares de seda tintados, e incluso los propios botes de cochinilla-, que les sirve para cubrir los gastos a los que no llegan con las ayudas y subvenciones.
En su caso, coincide con esa dualidad que plantean otros artesanos tradicionales: “Es complicado vivir de la artesanía”, pero al mismo tiempo “la gente cada vez se interesa y la valora más”. La dificultad está en conseguir que se reconozca el trabajo que hay detrás de esos productos artesanales y que la gente esté dispuesta a pagar lo que cuesta su elaboración.
“Si pidiera el dinero que cuesta hacerlas…”
“Si uno va a pedir el dinero que cuesta hacerlas, pues no se vende”, sentencia Eulogio. En su caso, explica que la elaboración de una cesta puede llevarle un día entero de trabajo, si se tiene en cuenta todo el proceso, desde el inicio picando la palma y preparando el material, hasta que el producto está terminado. ¿Y a cuánto las vende? Con suerte, puede conseguir 30 euros por una cesta de tamaño medio.
“Hoy vino una ceramista que sabe lo que valen las cosas, le dije 30 y me dijo que viene mañana a por ellas”, cuenta. Pero no siempre consigue ese precio. “Algunos están mirando, pero cuando se enteran de lo que cuesta les parece caro y entonces dicen que no lo pueden llevar en el avión. O te dicen que van a ver la casa de Manrique y que luego vuelven. Pues nada”, relata con resignación desde su taller, ubicado junto a la que fue la última morada del artista lanzaroteño.
Después de muchos años tratando con turistas, Eulogio lo tiene claro: “Los alemanes son los más que te compran y los más tacaños son los franceses”. ¿Y los peninsulares? “También compran”, dice con tono menos convencido.
A sus 90 años, Eulogio Concepción sigue tejiendo cestas de pírgano cada día: “Yo ya vivo sin esto, porque tengo mi paga, pero estoy trabajando para que no se pierda”
Los tiempos en los que sus productos eran casi un artículo de primera necesidad en la isla quedaron atrás. “Antes la gente venía aquí a comprarlas hasta para revenderlas, sobre todo en el tiempo de uva. Se hacían muchas, también para cargar los burros. Toda esta gente de San Bartolomé y de otros pueblos iban a La Recova de Arrecife a vender y llevaban las cosas en las cestas”.
Sin embargo, aunque hubo tiempo en el que recibía encargos por decenas, Eulogio tiene claro que ni ahora ni entonces este oficio “daba para vivir”. En su caso, lo compaginó durante 37 años con su trabajo como conserje de la Sociedad de Haría, mientras seguía tejiendo el pírgano y a la vez atendiendo sus propios cultivos. “Siempre apurado trabajando. Siempre, siempre. Si yo tuviera de perras lo que yo he trabajado…”
Para Carmen Betancor, las rosetas tampoco han sido nunca un modo de vida. “Eran una ayuda para la casa, pero de esto no se vive”, matiza. Y eso que la demanda también era alta. De hecho, aún recuerda el depósito que había en Haría, donde recogían las rosetas para enviarlas al extranjero. Sin embargo, el problema era el mismo. “Hacer una roseta lleva por lo menos cuatro horas y se pagaba a 50 céntimos. Dime tú para sacar un sueldo…”
Ahora, Carmen cree que la artesanía se valora más que aquellos tiempos. “Antes era por necesidad, porque entonces no se estudiaba y las madres te ponían a hacer algo, pero ahora es un capricho. Lo que pasa es que nos gusta y lo hacemos, pero de esto nadie va a vivir”, insiste. “Si me obligaban, no lo hacía”, coincide por su parte Eulogio.
Cómo sobrevivir con la artesanía
De la alfarería tradicional y la cerámica, sin embargo, Aquilino Rodríguez afirma que sí consigue ahora vivir, aunque el camino no ha sido fácil. Él tenía 7 años cuando le regalaron su primera caja de plastilina y dijo “esto es lo mío”, y no llegaba a los 20 cuando empezó a dedicarse profesionalmente a este oficio, pero durante décadas ha tenido que combinarlo con otros trabajos. “He sido freganchín, panadero, dependiente de supermercado, la construcción… Prácticamente me he buscado la vida de todo”, recuerda.
Carmen Betancor: “Antes hacíamos rosetas por necesidad, porque era una ayuda para la casa, pero ahora es un capricho. Nos gusta y lo hacemos, pero de esto nadie va a vivir”
Ahora, con 61 años, sus manos solo se centran en moldear la tradición. “Primero, porque ya tengo un nombre”, señala. Cuenta que ha dado cursos en la Universidad de Arqueología de Zaragoza y en Italia, y que también le llaman con frecuencia de la Península, aunque no siempre puede ir por falta de producción. Vive al día y ya solo acude al mercado semanal de Haría, donde vende todo lo que produce – “ya no voy a otras ferias, porque no sale rentable”-, e imparte algún taller o algún curso cuando lo llaman. “Pero por lo pronto sobrevivo con esto, porque no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita”.
Para ello ha tenido que diversificarse y tiene cuatro carnets de artesano: alfarería tradicional, ceramista, modelado y manipulador de papel. “Hago cerámica prehispánica, cerámica tradicional y luego hago otro tipo de esculturas, como una colección de caracolas que hago con molde para poder vender a buen precio”, explica. Y también ofrece microcursos de tres horas para turistas y residentes, donde los participantes aprenden a dar forma al barro y a cocerlo a fuego.
Entre timples y altavoces
Precisamente los talleres juegan un papel esencial para preservar la artesanía más tradicional, ya que pueden conseguir que haya un relevo generacional y que ese conocimiento no se pierda. Gracias a uno de esos talleres se convirtió en artesano el jovencísimo lutier Felip Martín.
Felip ni siquiera conocía el timple cuando ingresó con su hermano Joan en la agrupación folclórica de Costa Teguise. Tenían que elegir un instrumento, Joan optó por la guitarra y él se quedó con el timple. Y le gustó tanto que quiso aprender a fabricarlos, acudiendo a un curso en el que la mayoría de sus compañeros rondaban los 70 años. Con 18, Felip ya era artesano.
Poco después siguió sus pasos su hermano Joan, que ahora tiene 22 y lleva más de cinco dedicado a la artesanía. En lugar de un timple, él empezó haciendo una guitarra eléctrica. Después, ambos siguieron trabajando con la madera y abriéndose a otros productos, porque de la venta de timples artesanos tampoco es fácil vivir.
“Los instrumentos se venden, pero no mucho”, admite Joan. De nuevo, el problema está en el precio, por las horas y el coste que conlleva su fabricación.“La elaboración de un timple son 200 horas”, explica Joan. Y el precio al que lo venden va “desde 280 euros hasta lo que quieras”, en función del encargo que les hagan. “Se vende alguno cada cierto tiempo, pero es difícil”, porque se pueden conseguir más baratos con otras formas de producción. A ellos, en realidad, el precio de venta ni siquiera les compensa las horas de trabajo.
Por eso decidieron diversificarse, y lo hicieron apostando por el residuo cero y la sostenibilidad en la producción, para aprovechar cada retal sobrante de madera. Realizan desde tablas y bolígrafos, que son los objetos que más venden, hasta cucharas o pajaritas. Pero lo que les hizo ganarse un nombre y llegar a ferias internacionales -como la de Nueva York, en la que quedaron semifinalistas en 2021-, fueron sus altavoces pasivos, hechos a mano con maderas sostenibles, que permiten amplificar el volumen de la música del smartphone. Los altavoces, eso sí, tienen forma de timple.
Salto a las pasarelas internacionales
De reinventarse y llevar la artesanía tradicional a otro nivel también saben mucho otros artesanos, especialmente los jóvenes, como Antonio Emilio Betancor. La elaboración de rosetas se ha mantenido en su familia durante generaciones, y él ha conseguido llevarlas al firmamento de la moda española. El pasado mes de febrero desfilaron en la pasarela Mercedes Benz Fashion Week Madrid, incorporadas a varias prendas de la última colección del diseñador Juan Duyos.
En total, Duyos seleccionó a seis artesanos del archipiélago, para dar una impronta tradicional canaria a sus prendas. Y uno de los elegidos fue este joven hariano, que comenzó con solo 11 años trabajando con las rosetas. Aprendió de su tía y de su abuela y después empezó a indagar y a innovar en las técnicas, demostrando que este producto sigue teniendo mucho que aportar.
Carmen Betancor ya solo acude a venderlas cada sábado al mercado de artesanía de Haría, pero se le ilumina la cara al recordar los tiempos en los que viajaba a ferias de otras islas, y por supuesto a la feria de Los Dolores. “La de Mancha Blanca la empecé yo, cuando doña Chana empezó la feria. En unas chabolitas abajo, al lado de la iglesia”.
Tampoco Eulogio olvida aquellos tiempos. “A Los Dolores yo llevaba antes un camión cargado. Esos días trabajaba hasta por las noches”, recuerda. Y aunque habla del “sacrificio” que requiere su oficio, tampoco sabría vivir sin él. De hecho, además de por mantener viva esta tradición, reconoce que también sigue tejiendo el pírgano porque “uno no se amaña quieto tampoco”. “¿Qué voy a hacer si no todo el día? Si no tuviera esto, yo me enfermo”, afirma. Y lo dice en serio, porque ya pasó por ello cuando empezaron los problemas en las palmeras y las restricciones para la poda, y no conseguía materia prima.
“No hay una palma por donde quiera que usted vea palmas que yo no haya trabajado. Y que me viera aquí sin material ninguno, sin cestos, ni material para hacer aunque sea un cesto…” Ahora “entre el Ayuntamiento y el Cabildo”, le llevan “de vez en cuando algún puño”, que le permite seguir trabajando en su taller. Pero mira con preocupación las existencias que le quedan, que no son suficientes ni para cubrir los encargos que tiene. “Lo que pasa es que aquí no hay otro y todo el mundo te viene aquí. Hay gente esperando a ver si me traen, porque no tengo más que eso que está ahí. Cuesta conseguirlo porque la palmera la han abandonado, está toda podrida. Es una pena”.
Pero ni él, ni Carmen, ni las decenas de artesanos que aún mantienen vivas las tradiciones más arraigadas de la isla están dispuestos a dejarlo. El alfarero Aquilino Rodríguez lo tiene claro: “Lo que yo hago lo hago con mucho cariño. Primero porque estoy recuperando y conservando el patrimonio cultural de Canarias y de la humanidad. Segundo, era mi juego favorito cuando era pequeño, y sigo jugando. Tercero, dicen que la artesanía es un arte menor, pero es un arte funcional, que puedes usar”.
Más de 500 artesanos, entre tradición y “neoartesanía”
La artesanía es un sector vivo, y basta con ir a cualquier feria o mercadillo de la isla para comprobarlo. En el listado de artesanos del Cabildo aparecen inscritos más de 500, y el abanico de especialidades es inmenso. En total hay definidas más de 80 categorías y no todas están presentes en la isla, pero sí la mayoría.
En algunas, como la alfarería o la carpintería, se distingue la tradicional de la no tradicional (también la carpintería de ribera). En otras, como la cestería, aún hay más subdivisiones: de caña, de colmo, de junco, de mimbre, de palma, de pírgano, de rafia, de ristra, de vara… En Lanzarote conviven tres, junco, palma y pírgano, y Eulogio Concepción aparece acreditado en las dos últimas. Con las cestas de palma, le acompañan una decena más de artesanos en la isla. Con las de pírgano, solo dos: María del Carmen Farraiz y Ruyman Oliver de León.
También hay categorías específicas para bordado, calado, camisería tradicional, macramé, rosetas… En el listado aparecen desde Ana María Perera con sus trajes tradicionales, hasta Santiago Ramírez, el único hilador de lana de Lanzarote, que también se dedica a la cestería de junco. Junto a ellos, coexisten muchas más especialidades de artesanía -jabonería, joyería, perfumería, impresión y grabado…-, en muchos casos sin vínculos con la tradición. Todos son modos de artesanía, pero para los profesionales es importante distinguir.
Aunque a veces las líneas pueden ser difusas, la clasificación más habitual diferencia la artesanía aborigen, la artesanía tradicional popular y la artesanía contemporánea o neoartesanía. Esta última suele ser más universal en sus principios estéticos y también en las técnicas de producción, aunque a veces incorpora elementos tradicionales del lugar.
Por su parte, la artesanía tradicional popular -que también engloba la artesanía típica folclórica-, se distingue por usar materias primas de la región y herramientas rudimentarias, conservando las raíces culturales transmitidas de generación en generación. Es ahí donde más difícil se hace ese relevo generacional, por la dureza de un oficio que implica más horas de las que el cliente está dispuesto a pagar. Pero también es la única capaz de mantener viva la historia y el legado cultural de la isla.